El olor, mi menopausia precoz y mi vida en París

Cuando era pequeña, una amiga de mi madre desprendía un olor muy especial que ha quedado gravado en mi memoria olfativa. Era intenso, ácido, metálico, cálido, a cuerpo humano, lo expiraba por la boca y lo transpiraba por la piel. Nuevo para mí y sin asociación natural aparente. Lo busqué, pero nunca encontré su referente en la naturaleza, ni en la comida. Tampoco, pasados unos años, cuando me fui a vivir a París para recibir formación olfativa de la mano de los mejores perfumistas y pasaba exámenes sorpresa de materias primas de perfumería, logré determinar la procedencia de ese olor.

Me distorsionaba e intrigaba sobre mesura. Cuando íbamos a su casa, yo la seguía hasta la cocina para ver si su olor se debía a algo que ella consumía con frecuencia, quizás algún alimento, una especie, algún capricho, un licor… Buscaba algo que nunca hubiera formado parte de nuestras costumbres: las de mis padres, las de mis tíos o las de sus otros amigos.

Y ni rastro…

Durante mi época en París, pasaba las tardes aprendiendo con Maurice Rousel, de quién muy probablemente hayas usado u olido un perfume alguna vez. Un bárbaro, un artista artesano, creador y formulador de otra dimensión. Tenía un bigote a lo Hércules Poirot y cuando probaba perfumes en piel, producía grima y cosquillas a partes iguales. Una vez, estábamos reunidos con un cliente muy prestigioso, le hacíamos preguntas sobre la vida y sobre las muestras de perfume que le habíamos presentado, tratando de averiguar qué mínima diferencia en las formulaciones de Maurice le llevaba a preferir una fragancia respecto a la otra, siendo sus diferencias prácticamente imperceptibles al olfato no entrenado y sus fórmulas casi idénticas. El problema radicaba en la comunicación, puesto que nuestro cliente evaluaba las fragancias sin haber recibido nunca una formación olfativa y, por lo tanto, sin un lenguaje común al nuestro, que era académico, clasificado, con un método. O expresado de otro modo, con el lenguaje propio de su memoria olfativa, capaz de transportarle a su infancia y a sus recuerdos del subconsciente, donde las palabras no bastan.

Entonces, Maurice, supo de algún modo leer el subconsciente de recuerdos de nuestro cliente (que vete tú a saber si pertenecían a sus ancestros sin que ni siquiera el mismo lo supiera) y reformuló el perfume sobre el papel en 5 segundos: quitó de aquí, puso de allá, eliminó algo que no sé qué fue, llamó a su asistente, le pidió que le pesara la fórmula muy rápidamente y en cuestión de 10 minutos tuvimos encima de la mesa una fragancia que el cliente adoró porque le recordaba a algo muy íntimo y especial que además encajaba con la marca que representaba.

¡Et voilà!

Magistral.

Pudiera haber pensado que el olor que desprendía la amiga de mi madre era tan único como el perfume de Maurice, que le pertenecía solamente a ella. Y hubiera sido de una autenticidad maravillosamente virgen, sin aditivos, un olor corporal en toda regla. Me perturbaba tanto, que intenté describírselo a Maurice, pero no me entendió, nunca supo de qué olor le estaba hablando.

Al cabo de uno años, mis amigas y yo, conversamos sobre qué métodos anticonceptivos estábamos usando con nuestras parejas. Las que no buscaban hijos bien tomaban la píldora, o bien condón o algún otro anticonceptivo por vía cutánea. Nunca entraron anticonceptivos en mi cuerpo hasta que, más adelante, con menopausia precoz usé, por prescripción médica, el tratamiento hormonal sustitutivo. Y de mis amigas, pues… Sandra… ¡Ay Sandra…! Ella sí tomaba hormonas anticonceptivas. No sé cuales, ni en qué proporción, ni por qué vía y ciertamente me importa bien poco. Lo que sí me importaba, me emocionaba como se emocionaría cualquier rastreador, era el hecho de descubrir que, Sandra y la amiga de mi madre, transpiraban exactamente ese mismo olor, el suyo. Ese, el que ya no era tan suyo. O era de las 2, quizás de algunas más.

El otro día, estaba en la cocina preparando unas verduras al horno y me olí las manos para asegurarme que no olían a ajo, me las acerqué tanto a la boca que pude oler mi propio aliento. Que era mi olor, el olor de ellas, un nuevo olor a mí que no me pude lavar, que vuelve de vez en cuando o que sólo de vez en cuando soy capaz de olerme, que forma parte de mí.

Y al cual no me acostumbro.

Solo deseo que sea imperceptible al olfato no entrenado, como las sutiles modificaciones de un perfume de Maurice.

Y quiero decirme a mí misma otra cosa más, aunque alguien más en mi círculo de familiares o amigos ya me lo haya dicho hoy (a pesar de mi nuevo olor a mí): soy preciosa, inteligente y sabia. Estoy en un proceso maravilloso, quizás incómodo o d(oloroso), pero he alcanzado más poder del que imagino.

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